Un giro inesperado en la vida de mi esposo
Salí del despacho del abogado con la mirada perdida, los hombros caídos, luciendo como la típica exesposa derrotada. El cielo estaba gris y la lluvia caía con fuerza, un reflejo perfecto de la fachada de tristeza que mostraba.
Pero por dentro, ardía de emoción. Agarré el frío pomo de la puerta y me dirigí al ascensor, aliviada de que nadie estuviera cerca para presenciar lo que venía después.
En cuanto las puertas se cerraron, no pude contenerlo: una risita escapó, burbujeando desde lo más hondo como el chispazo de una botella recién descorchada. Sin darme cuenta, me reía sin control, el eco de mi carcajada rebotando en aquel espacio reducido como si fuera una loca.
Si alguien me hubiera visto en ese momento, habría pensado que el estrés me había vuelto loca. Pero no. Esto solo era el principio. Todo estaba saliendo según lo planeado.
La casa, el coche, el dinero… Miguel podía quedárselo todo. Era lo que él quería, y yo estaba encantada de dejarle creer que había ganado. Lo que no sabía era que todo formaba parte de mi plan.
Cuando el ascensor se detuvo, me recompuse. En el espejo, mi reflejo mostraba pelo revuelto, ojos cansados y una sonrisa burlona que se resistía a desaparecer. Pero no me importaba. La verdadera diversión estaba a punto de comenzar.
Unas semanas atrás…
Miguel y yo llevábamos años sin ser felices, pero esto no era el típico distanciamiento entre parejas. Él se había obsesionado con el estatus: coches de lujo, la casa más grande, ropa de diseñador. Quería proyectar éxito, y yo había seguido el juego demasiado tiempo. Cuando las grietas en nuestro matrimonio se hicieron insalvables, supe que el divorcio era inevitable.
No me asustaba el divorcio en sí; conocía demasiado bien a Miguel. A él no le importaba salvar la relación, solo quería ganar. Para él, la victoria significaba quedarse con todo: la casa, los ahorros, el estilo de vida.
Lo que no sabía era que yo tenía mis propios planes en marcha. Y si darle lo que quería era parte del proceso, no me importaba seguirle el juego.
Una tarde, Miguel llegó tarde a casa, como de costumbre. Yo estaba en la cocina, fingiendo estar absorta en el móvil, apenas levantando la vista cuando entró dando un portazo.
«Tenemos que hablar», dijo, claramente irritado.
Suspiré, fingiendo aburrimiento. «¿Qué pasa ahora?»
«Quiero el divorcio», espetó, tirando las llaves sobre la mesa.
Por fin. Había estado esperando este momento semanas. Asentí con calma, como si estuviera asimilando la noticia, pero por dentro sonreía.
«Vale», respondí, con voz serena.
Parpadeó, desconcertado. «¿Eso es todo? ¿Ni llorar ni rogarme que lo intentemos?»
«¿De qué serviría?», me encogí de hombros, disfrutando de su creciente frustración.
Esperaba que me suplicara, que luchara por él. Pero no. Todo iba según lo previsto.
Las negociaciones del divorcio fueron tan tediosas como imaginé. Miguel, sentado frente a mí, apenas podía contener su sonrisa de satisfacción mientras enumeraba cada exigencia: la casa, el coche, el dinero, como si leyera una lista de la compra.
«Bien», dije, sin prestar mucha atención. «Puedes quedarte con todo.»
Mi abogado me lanzó una mirada preocupada, pero yo solo asentí. Todo esto era parte del juego.
Los ojos de Miguel se abrieron como platos. «Espera… ¿No quieres la casa? ¿Los ahorros?»
«No», respondí, reclinándome en la silla. «Es todo tuyo.»
Su sorpresa se convirtió rápidamente en euforia. «¡Perfecto! Espero que recojas tus cosas hoy y te hayas ido antes de las seis.»
«Claro, sin problema.»
Miguel salió de la habitación inflado como un pavo, creyendo que había ganado el premio gordo. Pero dejé que disfrutara de su falsa victoria. No tenía ni idea de lo que se avecinaba.
De vuelta en el ascensor, envié un mensaje rápido: «Voy a la casa a recoger mis cosas. Seguimos con el plan.»
Hacer las maletas fue fácil—no llevaba mucho, solo lo imprescindible. La casa siempre había sido más un trofeo de Miguel que un hogar. Cuando terminé de cerrar la última caja, estaba lista para hacer la llamada.
«Hola, mamá», dije cuando contestó. «Es la hora.»
Mi madre, Carmen, había visto a través de Miguel desde el principio. Nunca le cayó bien. Y lo mejor de todo: ella nos ayudó a comprar la casa. De hecho, se aseguró de que su inversión tuviera condiciones, cosas que Miguel había pasado por alto en su avaricia.
A la mañana siguiente, mientras me instalaba en mi nuevo y acogedor apartamento, sonó el teléfono. Era Miguel.
«¡Me has tendido una trampa!», rugió, casi ininteligible de la rabia.
Lo puse en altavoz mientras sorbía mi café con calma. «¿De qué hablas, Miguel?»
«¡Tu madre! ¡Está en MI casa! ¡Se ha apoderado de todo!»
«Ah, eso.» Sonreí. «Se te olvidó el contrato, ¿verdad? Aquel que le da a mamá el derecho de vivir ahí cuando quiera, por el tiempo que quiera, ya que ella puso la entrada.»
El silencio al otro lado del teléfono fue oro puro. Casi podía ver su cara mientras lo entendía todo.
«¡No puedes hablar en serio! ¡Te demandaré! ¡Esto no se queda así!», balbuceó.
Antes de que pudiera seguir, escuché la voz de mi madre al fondo, firme. «¡Miguel, quita los pies de mi mesa del café! ¡Y deja el mando, que lo acaparas como si fuera tuyo!»
Contuve una risa mientras él intentaba razonar con ella, pero ella no cedía.
«¿Me oyes?», continuó mamá. «¡Y mientras estás en eso, arregla la despensa! ¡No pienso vivir a base de comida congelada!»
La llamada se cortó, dejándome en paz. Me recosté en la silla, con una sonrisa que no podía ocultar.
La libertad jamás había sabido tan dulce.
A veces, la mejor venganza no es luchar, sino dejar que el otro caiga por su propio peso. La codicia ciega, pero la paciencia siempre tiene su recompensa.